Una de las características que colorea el primer cuarto de siglo que ya hemos atravesado ha tomado la forma de una suerte de develamiento de la inexistencia de la relación sexual. Elaboraciones formuladas desde posiciones postestructuralistas y deconstruccionistas han venido insistiendo en el carácter de semblante que sostiene el binario hombre-mujer así como la relación sexual. Sin duda, a su manera, han bebido en Lacan. Pero en un Lacan sesgado, despojado de la elaboración propiamente psicoanalítica insertada en el inconsciente apuntando a lo real. Así, y de la mano de un capitalismo al que le viene como anillo al dedo el énfasis en el individualismo, se han ido asentando en lo social prácticas y discursos sobre las (múltiples) identidades y lo necesariamente fluido de las relaciones entre los (no binarios) sexos que se han extendido como la pólvora difundiendo la no naturalidad de la relación sexual. Más allá de considerar la legítima inclusión de todo tipo de maneras de vivir y de gozar que estos planteamientos promueven, a nosotros, lacanianos a la altura de la subjetividad de la época, nos corresponde leer estas coordenadas sociales desde nuestra mira, desde lo que el psicoanálisis revela y que es rechazado en estas prácticas y discursos al dar la espalda al inconsciente, a lo real del parlêtre. Porque ya sabemos que lo que se rechaza por la puerta de lo simbólico se vuelve a colar por la ventana de lo real.
Esta generalizada asunción social de la no existencia de la relación sexual parece estar más marcada por el signo de la impotencia (subjetiva), que denota la denuncia del Otro que limita, que por la imposibilidad (estructural), que abriría la vía a la invención de la mano del deseo. Y ante la impotencia o bien se cede renunciando o se trata de restituir la renuncia en otro lugar. Así, rechazado el lazo adulto, parece quererse restituir en el vínculo madre-hijo la relación imposible, conformando en torno a ella el eje constitutivo de la familia. Porque este parece ser ahora el lazo, la relación que – naturalización mediante – se pretende hacer existir.
En nombre de una supuesta naturaleza en la crianza, se preconizan por doquier formas de cuidado, alimentación, relación y educación del bebé que desdeñan la dimensión humana que implica el pasaje de la necesidad por la demanda, por el significante. Apelando a supuestos “instintos”, a la mera maduración biológica en desmedro de la subjetivación, se sueña con la configuración de una armoniosa relación madre-hijo basada en la imaginarización de la relación animal. Así, de la mano de estos discursos proliferan prácticas de crianza, como el colecho, el amamantamiento sin límite, la educación basada en el “respeto” a la maduración sin frustración…, por citar sólo algunas, que tienen su reverso.
A menudo el recién nacido, marcado por el significante antes de nacer y en el ineludible paso por la demanda, no es dócil a esa armonía soñada por la madre y rompe la burbuja imaginaria de completud. También en la madre, a veces, todavía hay una mujer y la propia crianza idealizada como armoniosa hace síntoma. En estos casos el falo circula y hace su función con relación al deseo y el síntoma. Pero otras muchas vemos el estrago – en las madres y/o en los hijos – que causa la desaparición del deseo y el amor encarnados, de la feminidad, y que la madre ahora – tras el padre – también se evapore en la hembra que cría, en un esfuerzo por naturalizar, por hacer existir, La relación… en el lugar que no es.